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Relato histórico: El sueño de Cartago

 Relato histórico: El sueño de Cartago



   

EL SUEÑO DE CARTAGO 

Llanura de Zama, Cartago
Año 202 a. C. 


Aderbal miraba al frente, hacia aquella masa grisácea y rojiza. Hacia aquella mole humana la cual hacía levantar más polvo que una tormenta de arena. En el horizonte, la llanura, habitualmente tranquila y sin apenas tráfico, se había convertido aquella mañana en un mar de hombres. Eran, nada más ni nada menos que ochenta mil de almas, sin contar a los animales y sirvientes. Y todo por luchar contra un loco general romano que parecía desear repetir las humillantes "hazañas" de sus homólogos. Ya lo había intentado un tal Agatocles, de quien los viejos de Cartago decían que había sido un tirano de la antaño ciudad rival siciliana de Siracusa. También lo había intentado, más recientemente, un romano llamado Marco Atilio Régulo. Un orgulloso cónsul que pensó que podía sitiar la poderosa Cartago, pero se olvidó de los elefantes, y de un hábil mercenario espartano llamado Jantipo. Como no podía ser de otra manera, aquel arrogante romano acabó encadenado, torturado y encerrado hasta la muerte en un cofre con el interior cubierto de clavos. Aderbal sinceramente dudaba  la veracidad de aquella historia, pero tampoco le importaba si era verdad. Aquel estúpido incluso sacrificó su vida cuando se le ofreció viajar a Roma y presentarse ante sus iguales en el Senado para firmar una paz, pero en vez de eso los instó a continuar con la guerra y acabar con los cartagineses y su civilización. Tal era la estupidez y crueldad romana. 

Aderbal volvió a concentrar la mente en la ingente masa que se situaba y formaba lentamente ante sus ojos. Otro loco. Es cuestión de tiempo que acabemos con ellos y volvamos a Italia. Un grito y varias risas interrumpieron los pensamientos del cartaginés. 

-¡Silencio en las filas! - Aulló. Un hombre se había cagado del terror y sus compañeros, igual de jóvenes e inexpertos, reían la desafortunada pero habitual situación de su compañero. Qué poco saben de la guerra. Bueno, no saben nada de la guerra

Aderbal era un joven nacido en Cartago, con un cuerpo más de filósofo que de guerrero, pero que se había alistado en Hispania hacía un poco más de un lustro en el ejército del recordado y querido Asdrúbal. Apenas unos meses después había marchado, se había visto en una inesperada y apresurada marcha hacia Italia. Allí había luchado por primera vez, en una batalla propiamente dicha, no en una de esas peleas de barrio a las que tan acostumbrado estaba. Aderbal había pasado las noches anteriores entusiasmado, con unas ganas casi infantiles de trabar combate contra aquellos incivilizados romanos. Pero todo había salido mal. Había sido un auténtico desastre, una hecatombe de la que le costó años recuperarse plenamente. Siempre recordaría ese lugar, ese nombre: Metauro. Allí fue donde los romanos los derrotaron y decapitaron a Asdrúbal, sólo para enviárselo inmediatamente a su hermano, Aníbal. Tal era la crueldad romana. 

Después de aquella catástrofe, tuvo que huir junto a otros compatriotas y camaradas hacia el campamento de Aníbal y poder refugiarse. Les costó días dar con él, pero finalmente llegaron y pudieron volver a integrarse entre los suyos, pese al dolor y la pena con la que cargaban, tras dejar a miles de colegas en el campo de batalla. También sufrió Aníbal, no sólo con la muerte de su hermano, sino también con la del gran ejército con la que podría vencer la guerra de una vez por todas. Pero allí comenzó el fin de aquella etapa de la guerra. Vagaron durante años hasta que el demente pero también valeroso romano, había que reconocerlo, invadió por sorpresa las tierras africanas y obligó a Cartago a llamar a su mejor general: Aníbal. Y allí fue Aderbal, con él, dejando a otros miles de compañeros en Italia por falta de embarcaciones. 

Y allí estaba, en las llanuras de Zama, junto a otros cuarenta mil compatriotas, dispuesto a defender sus tierras y expulsar al invasor. Era su primera vez al mando, pues lo ascendieron poco después de la muerte de Asdrúbal, ante la falta de oficiales, y estaba decidido a comandar como un veterano, a guiar a sus hombres hasta el mismísimo Escipión. Sus hombres estaban en segunda fila, detrás de los miles de mercenarios, en su mayoría hispanos y galos, armados con escudos redondos y lanzas. Algunos tenían cascos y armaduras, pero todos tenían un objetivo: matar romanos. Y todos tenían, aunque Aderbal confiaba en que no fuera decisivo, como también lo hacía el propio Aníbal, una carencia total de experiencia. Todos, salvo los mercenarios y la retaguardia formada por los veteranos de Aníbal, eran novatos que jamás antes habían empuñado un arma. Pero contaban con el valor patriótico necesario, el favor de Baal y, más importante aún, al genio de Aníbal Barca. Todo con él era posible. Nada con él era imposible. Repetiría sus hazañas italianas una vez más, no había ninguna duda. 

Volvió a mirar al frente, concentrándose para la inminente batalla. Cada vez veía mejor los escudos romanos e itálicos, rectangulares y coloridos, con dibujos de todo tipo, desde animales hasta dioses. A lo lejos también veía una mancha de polvo que Aderbal suponía que era la caballería, ya fuera la romana o la del traidor númida Masinisa. Ese necio había aceptado luchar por Roma a cambio de que le ayudaran con sus rivales númidas. Aderbal, como siempre le pasaba, empezaba a notar un calor en el interior de su cuerpo, más el que producía el sol en aquellas tierras – era algo que echaba de menos de Italia, además de matar romanos – y le temblaban las manos. No era miedo, eso lo sabía. Pero sí un aviso de su cuerpo ante la inminencia del choque. Miró otra vez a sus lados. Compañeros, amigos y familiares en perfecta formación de batalla, en una línea de innumerables metros. Eran el orgullo de Cartago, y lo volverían a demostrar aquella mañana. Aderbal ya soñaba con un ascenso más, quizá el mando de una syntagma, o incluso una falange libia, o algún tipo de recompensa con la que poder retirarse de las armas y vivir tranquila y holgadamente, quizá formando su propia familia.

A lo lejos sonó una tuba, y después otra, y después muchas más. Entrecerró los ojos y colocó su mano derecha en la frente, para no ver el sol. Aguzó la vista; los romanos se movían. 
A la espada de Aderbal y sus hombres sonó una tuba, y después otra, y después 
muchas más. Era la orden de avanzar. 

El joven oficial tomó aire. 
-¡Adelante! - Rugió- Avanzad. 

Decenas al principio, miles después, de pies comenzaron a dar pasos hacia delante. Todos en perfecto orden, sin una sola voz. Nada más que el golpeteo de las armas, el ruido producido por las sandalias y los jadeos de los hombres. A su derecha el portaestandarte, un veterano, curtido en mil batallas y equipado con armadura de escamas y con casco con penacho distintivo, mostraba orgulloso el estandarte de su patria mientras caminaba. 
Volvieron a sonar las tubas en el lado cartaginés. Esta vez la orden era de "alto". Un segundo toque de tubas ordenó a la línea de elefantes de guerra, delante de los mercenarios, en primerísima fila, cargasen. Aquellas bestias eran los animales más temidos de todo el Mediterráneo. Lo usaban desde el Indo, hasta las columnas de Melkart en Hispania, pasando por los estados helenísticos de los seléucidas y ptolemaicos. Además, sobre aquellos salvajes y furiosos animales los fenicios apostaban arqueros, con lo que tratar de defenderse de ellos era casi imposible. Arrollarían la primera línea de romanos. Por un brevísimo instante Aderbal sintió pena por ellos, pero luego recordó las traiciones romanas y sus continuos insultos. 

Las bestias de guerra avanzaron como locas, pero a paso ordenado, guiadas por sus guías, hacia la formación romana. De lejos no podía verlo, pero Aderbal sabía que los romanos estarían temblando ante la visión de los paquidermos. Cuando esperaba la masacre en las filas romanas, distinguió un rápido movimiento en toda la formación romana. Rápidamente, los hastati, la primera línea del ejército romano, formaron en cuadrados pequeños con pasillos entre escuadrones, donde los hostigaban la infantería ligera. También se escuchó a lo lejos el ruido de las bocinas romanas, y pronto Aderbal entendió el motivo. Los elefantes pasaban por los pasillos entre los manípulos romanos y caían por las jabalinas y flechas romanas. Sumidos en el caos que producía el terror, las bestias echaron a correr hacia atrás, huyendo de aquel infierno, hacia las posiciones cartaginesas. En ese momento las caballerías chocaron, aunque estaban fuera del alcance de la vista de Aderbal. 

Era un mal comienzo, pero pronto llegaría su hora, y arrollarían a los romanos con los que los paquidermos no habían podido acabar. Entonces, una tuba desde la espada de Aderbal tocó la orden de avanzar a la primera línea. Los mercenarios, de cientos de nacionalidades, debían de mostrar por qué Cartago llevaba décadas confiando en hombres como ellos para el oficio de la guerra. Ligures, cántabros, carpetanos, samnitas… todo tipo de tribus galas, hispanas e itálicas formaban aquel poderoso contingente. Cada uno luchaba con sus propias armas, pero como mercenarios todos, se entendían a la perfección. Su objetivo, matar. Esos miles de hombres echaron a correr hacia los cansados hastati, y a base de golpes casi los aniquilaron. Los hombres de la unidad de Aderbal gritaban, animaban a sus compañeros, e incluso apostaban cuánto durarían los romanos. Tras varios intentos, Aderbal desistió en hacerlos callar, eran en su mayoría ciudadanos que pocas  veces antes, o ninguna, habían luchado, y mucho menos sabían lo que era la disciplina. En aquel momento, tenso como estaba, no le importaba más que sus hombres lucharan. Y estos recibieron con abucheos y gestos de fastidio la orden romana de avance de su segunda línea de combate, los algo más experimentados príncipes. 

Otra tuba sonó a sus espaldas, y esta vez estaba dirigida a la segunda línea, a ellos. Aderbal escuchó y ejecutó la orden. 

-¡A la derecha! Alargad la línea. 

Eso era exactamente lo que Aníbal había ordenado. En seguida Aderbal entendió qué pretendía hacer su general, y se maravilló de su genialidad militar. Al alargar su línea, esperaba que pudieran rodear a los romanos, ahora que se concentraban las dos y más numerosas filas de guerreros en el centro, contra los mercenarios. También se pasó la orden, aunque esta vez a voz de grito entre oficiales, para evitar que sus camaradas que trababan combate lo escucharan, de evitar de cualquier modo, mediante la fuerza si era necesario, que los mercenarios retrocedieran. Y así lo transmitió el joven ambicioso Aderbal a los suyos. Cada vez veía más cerca la victoria. Ya podía oler el botín. 

Pronto volvió a borrarse la sonrisa de su rostro y, con ello, volvió también el mal humor y la tensión. Los romanos parecían haber adivinado la estrategia y alargaban la línea para evitar el rodeo. Los mercenarios habían echado para atrás, intentando engañar a los romanos para que se acercaran y así envolverlos, pero el cebo no funcionó y los mercenarios cargaron de nuevo. En ese momento Aderbal y la segunda línea recibió la ansiada orden de avance. Por fin podían luchar. Avanzaron despacio unos metros y acabaron el trecho que los separaba de los maltrechos mercenarios, que se hacían a un lado para su relevo, y acabaron a la carrera, chocando fuertemente contra los escudos romanos. 

Aderbal se cebó con los agotados enemigos, que miraban con terror en los ojos a su rival instantes antes de recibir una estocada mortal. Pronto los cartagineses ganaron terreno, y, alentados por el sentimiento de una inminente victoria, redoblaron sus esfuerzos. Avanzaban un paso cada pocos segundos, como si caminaran en un prado sin obstáculo alguno. Aderbal ya podía soñar con su recompensa. El deseado botín, el ansiado ascenso, una suculenta paga extra, una condecoración. Ya pensaba donde se compraría su casa, o una pequeña finca. Al oeste de Cartago había una gran llanura verde, preciosa, entre el mar y el bosque. Allí podría asentarse y pasar el resto de sus días tranquilamente. 

Aderbal no vio cómo la caballería romana y númida, que había acabado con la cartaginesa y la había perseguido hasta su campamento, volvía ahora por la espalda y cargaba contra los miles de veteranos hoplitas de Aníbal. No los vio hasta que fue demasiado tarde. Se encontraban rodeados. Todo se había desmoronado sin que ellos fueran conscientes de nada hasta que fue demasiado tarde. Una jabalina que lanzó un jinete númida de Masinisa le atravesó el pecho. No podría recibir recompensa, ni retirarse del ejército. Para él todo acababa allí, pero llegaba el turno para otros hombres. Hombres nuevos y decididos. O eso esperaba. Ojalá fuera así, pensó, por última vez en su vida.



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